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Ecuador y México: moralejas de una crisis diplomática

Lea aquí la última columna de opinión de Héctor Schamis, profesor de la Universidad de Georgetown.

Las embajadas y otras delegaciones diplomáticas son inviolables sin excepción alguna. Así dice la Convención de Viena de 1963, pues se trata de territorio del país allí representado. Violentar esa sede constituye por tanto una vulneración de soberanía, anula en los hechos el principio cardinal que sustenta las relaciones amistosas entre Estados.

Es que la diplomacia es un antídoto contra la guerra. Por ello el episodio de Quito trató de “una violación flagrante al derecho internacional y a la soberanía de México”. Con esas palabras lo expresó López Obrador y tiene razón. El video muestra, además, agresiones de la policía contra personal diplomático, ilegal desde luego. Dispuso la inmediata suspensión de relaciones diplomáticas con Ecuador.

El marco legal vigente también estipula que las personas que se hallen procesadas o condenadas por tribunales competentes por delitos comunes no son susceptibles de recibir el beneficio en cuestión. Los hechos invocados para justificar la solicitud de asilo deben ser de carácter político. Así lo reglamenta la Convención sobre Asilo Diplomático de 1954 en su artículo III.

En el caso en cuestión, el peticionante es el ex-vicepresidente Jorge Glas, condenado por corrupción. Con lo cual tiene sentido que la presidencia de Ecuador dijera que el gobierno de México había abusado de “inmunidades y privilegios otorgados a la misión diplomática” y que dicho asilo diplomático era “contrario al marco legal convencional”.

Sin embargo, en su artículo IV, la Convención de 1954 también determina que “corresponde al Estado asilante la calificación de la naturaleza del delito o de los motivos de la persecución”. Dicha normativa no ha resuelto la controversia ni satisfecho al gobierno de Ecuador. Ello deja algunas cuestiones sin respuesta.

O sea, la culpabilidad o la inocencia terminan definiéndose por preferencias ideológicas, siempre subjetivas. Si Glas es un perseguido político o un delincuente se determina por las alianzas políticas regionales. En ausencia de una normatividad jurídica objetiva, neutral, ecuánime e impersonal, la propia idea de Estado de Derecho y, por ende, de democracia, resulta en un contrasentido. América Latina en una frase.

El episodio en cuestión captura este déficit. Vicepresidente de Rafael Correa, Glas fue condenado en 2017 por corrupción en el caso Odebrecht, un sistema que permeó toda la región. Eran años del boom de precios internacionales, extraordinarios recursos fiscales, opulentos contratos de obra pública, financiamiento ilícito de campañas electorales y una tendencia a la perpetuación en el poder. Correa fue presidente entre 2007 y 2017.

Para tener una idea de la magnitud del caso, en diciembre de 2016 Odebrecht se declaró culpable y acordó con autoridades judiciales en Estados Unidos y Suiza multas por 3.500 millones de dólares. Ello por sobornos cercanos a los 800 millones de dólares en varios países de la región, incluido Ecuador. En la cifra más alta de la historia de los arrepentimientos judiciales, contó con la cooperación de 77 ejecutivos de la compañía.

Este es el retrato de la tríada corrupción-crimen organizado-poder político. La corrupción alcanza cifras colosales, ya no es la clásica, casi innocua mordida. Las platas del narcotráfico, la minería ilegal, los negocios de la obra pública, y hasta el terrorismo, ahora se lavan en el mismo sitio. Los montos crecen exponencialmente.

Es decir, la corrupción, que origina en la burocracia estatal, es gasolina para el crimen organizado. Una vez que este controla el territorio, se convierte en una suerte de ejército de ocupación. De ahí en más su objetivo será la captura del Estado. Lo que comenzó con recursos para el Estado despedaza la integridad del propio Estado.

Es la realidad de Ecuador, entre varios países de la región. De eso trata la “Operación Metástasis”, vasta investigación judicial sobre la colusión del narcotráfico con las instituciones públicas. He allí la “narco”—política. Hasta se vio por televisión.

Volviendo a Glas, politizar el delito de corrupción es una estrategia de defensa habitual. Para ello se abusa del término “lawfare”, el uso del sistema judicial con objetivos extrajurídicos; es decir, políticos. Con dicho argumento hoy se defiende a Glas, a Cristina Kirchner y a quien sea. El corrupto se puede convertir en un perseguido político, víctima del lawfare o guerra judicial. Es merecedor de asilo, dice, y no sabemos si tiene razón. El artículo III de la Convención sobre el Asilo Diplomático se archiva.

Politizado, el delito de corrupción ha perdido entidad como tal. Ya no hay manera de grabar en piedra una verdad jurídica; o sea, una sentencia, culpable o inocente. Y no es tan solo la democracia. Ninguna sociedad puede funcionar carente de una normatividad jurídica objetiva, neutral, ecuánime e impersonal. De nuevo, América Latina en una frase.


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